En Colombia, durante los últimos meses, se han impulsado diversas reformas
penales como respuesta a hechos sociales que han generado indignación en la
sociedad. Estas iniciativas legislativas, promovidas con la promesa de hacer justicia,
solo han dejado como resultado la creación de normas simbólicas, desconectadas
de la realidad y más comprometidas con satisfacer el populismo punitivo que con
transformar el sistema.
Dicho populismo se manifiesta cuando las decisiones en materia de política criminal
se basan en la presión mediática o en intereses políticos, con la necesidad de
satisfacer exigencias sociales inmediatas, que si bien pueden parecer una salida
rápida frente al clamor de justicia, terminan generando una serie de inconvenientes
que, lejos de fortalecer el sistema penal, lo deslegitiman y distorsionan.
La reforma penal centra su atención en unos objetivos específicos, se estructura
sobre un enfoque integral que articula diversos elementos orientados al
fortalecimiento del sistema de justicia, entre ellos se destacan: (i) la racionalización
procesal, mediante la optimización y agilización de los trámites judiciales, con el fin
de garantizar una justicia más eficiente; (ii) la garantía de derechos, especialmente
en lo relativo a la tutela efectiva de los derechos de las víctimas, asegurando su
participación activa y protegida en el proceso; (iii) la celeridad en las decisiones
judiciales como manifestación del debido proceso y de la eficacia institucional; (iv)
la descongestión judicial, reduciendo la carga acumulada en los despachos y
permitiendo una gestión más ágil y eficaz; (v) la reparación integral, garantizando
medidas efectivas de restitución, compensación y rehabilitación para las víctimas y,
finalmente, (vi) un abordaje integral, que incorpora dimensiones sustantivas y
procesales desde una perspectiva de derechos humanos, reconociendo la
necesidad de una transformación sistémica y sostenible en el marco del derecho
penal.
En contraposición a esto, se hace necesario mencionar los posibles puntos débiles
de la reforma, ya que las garantías dadas por esta, en ninguna medida deben
afectar principios procesales como el debido proceso, el acceso a la justicia y la
proporcionalidad de las penas. Por tanto, si bien la reforma consagra garantías
relevantes —como reparación integral, principio de oportunidad, preacuerdos
judiciales y prueba anticipada— su eficacia práctica depende de condiciones
estructurales sólidas. En ausencia de recursos adecuados, capacitación
especializada, criterios claros de aplicación y apoyo efectivo a las víctimas, estos
beneficios amplios podrían transformarse en imposición de sanciones mínimas que
erosionan la función disuasoria del sistema penal, la proporcionalidad de las penas y
la percepción de equidad procesal.
Enfatizando en la figura de reparación integral, esta resulta favorecer a los
imputados con capacidad económica, generando desigualdades según el acceso a
medios para resolver anticipadamente el proceso. Otro punto mencionado es
extender el principio de oportunidad desde la indagación, esto puede conducir a
decisiones inconsistentes o influenciadas por la percepción social del caso. A su
vez, en regiones con escasa infraestructura judicial o sin apoyo técnico adecuado, la
ley podría reforzar brechas territoriales y revictimizar por falta de acompañamiento
legal efectivo.
Sus pilares plantean todo un ideal, pero su implementación despierta serias
preocupaciones. Los beneficios extensos por preacuerdos pueden implicar penas
irrisorias si no se aplican con criterios rigurosos, minando la función disuasoria y la
equidad penitenciaria.
La reforma, si bien parte de propósitos legítimos y necesarios, no se encuentra
exenta de riesgos que podrían derivar en manifestaciones propias del populismo
punitivo, fenómeno que privilegia la respuesta emocional e inmediata de la opinión
pública sobre soluciones fundamentadas en criterios técnicos, jurídicamente
sostenibles y con base empírica.
Este enfoque puede socavar la legitimidad institucional del sistema penal y minar la
confianza ciudadana en la administración de justicia, en la medida en que se ven
comprometidos pilares fundamentales como el principio de proporcionalidad, la
presunción de inocencia y el debido proceso. Resulta jurídicamente riesgoso
sustituir el juicio objetivo y razonado por respuestas reactivas o simbólicas, pues ello
implica una desviación del deber estatal de garantizar un proceso penal justo,
imparcial y acorde con los principios del Estado social de derecho.
Reforma sin justicia sería, en efecto, una paradoja.







